Por Sara Hernandez Rosas
VENTANA
“Un hombre va a un casino en Montecarlo, gana un millón, vuelve a casa, se suicida.”
Cuaderno de notas, Anton Chèjov.
–¿Señora?
Ella ha vuelto de la calle empapada. Sujeta dos bolsas de la compra que gotean por los pliegues del plástico y mojan el suelo del recibidor. Tiene el chaquetón abierto. Debajo lleva un jersey rojizo de lana de angora muy gastado que recuerda al pelaje de un animal enfermo, un zorro o un hurón desnutrido y eccematoso. Debe de estar helada; sin embargo, trae las mejillas encendidas y, detrás de las gafas salpicadas de lluvia, brilla una luz inconfundible de triunfo. Sonríe porque la ha visto. Cuando ha pasado por delante del vendedor de castañas asadas, justo antes de que arreciara el chaparrón, una racha de viento húmedo ha provocado que subiera por el aire una inmensa columna de chispas de fuego; súbitamente, ha visto la primera imagen de su cuento: un hombre va a un casino en Montecarlo, gana un millón en la ruleta y le da una calada al puro chisporroteante que sostiene entre los dientes, al tiempo que abraza una enorme montaña de fichas de juego. Tiene los ojos de un azul muy intenso y el puro chisporrotea del mismo modo con que lo hicieran las chispas que acaba de ver en la calle. Aunque chisporroteante, se corrige, es una palabra demasiado literaria. Para un cuento de hadas, tal vez valdría, pero no para su historia que va a ser glamurosa e inteligente, divertida, emocionante y algo oscura.
–¿Señora?–insisten desde el salón.
–Ya voy. Un momento.
Suelta las bolsas de cualquier modo y se dirige hacia la voz a través de un pasillo de cartones, esquivando unos cubos llenos de mezcla y una carretilla con escombros. Hay que ver cómo lo han puesto todo los muy brutos. Cuando a su marido se le mete algo en la cabeza no atiende a razones. No hace caso. A veces, fantasea con que los hijos que no han tenido le hacen verdaderas trastadas y ahora mismo los animaría a que se llenaran bien, pero que muy bien, los zapatos con la mezcla del suelo y se pusieran a dar saltos como monos enloquecidos en su camita individual, en su escritorio, en su sillón de ver la tele favorito…
–Señora, ¿qué hacemos con la ventana vieja?
–¡Qué horror!
Ella se lleva la mano a la boca. Está sin habla. La ventana que tantas veces ha lijado y pulido, en la que podían apreciarse las sucesivas capas de pintura blanca que le ha ido dando verano tras verano, ha desaparecido. En su lugar, solo hay un hueco y, en el suelo, yace el marco de madera desmadejado que, por algún motivo que no alcanza a comprender, es el cuerpo agrietado de su madre, sus huesos de pajarillo en el hospital, el cabello entreverado de pintura blanca con manchas de sangre o de hierro
En la cocina coge una olla y comienza a pelar las verduras que ha sacado de las bolsas y a echarlas dentro. A ver, se dice respirando hondo, un hombre va a un casino en Montecarlo. Ahora lleva una pistola negra como un escarabajo pegada al vientre. Está fría y su contacto lo espolea para apostar cada vez más fuerte. Es una historia elegante, recuérdalo, hay un collar de perlas y una mujer rubia y largos paseos nocturnos en bentleys descapotables.
Pero su ventana… si hasta le había escrito un poema inacabado una vez. “Mi ventana no cierra bien”, empezaba, y hablaba de moscas en los rieles, de risas infantiles, del viento de levante cálido silbando en sus ejes. Cuanto más piensa en su héroe más se desdibuja su aspecto galante. Ya no lleva un esmoquin, ahora viste un gabán y la pistola cuelga del bolsillo derecho donde también hay arenilla como la que está pisando en la cocina y que ha salido de los sacos que han usado para hacer la mezcla con que enfoscar las paredes. Tiene arenilla y pelusas, se dice, es un bolsillo de pobre. Además, está muy nervioso, juguetea con la pistola escondida constantemente. Lo apuesta todo al cuarenta y tres. Y gana. Le guardan el millón en un maletín de cuero negro impecable. Va dando un paseo solitario hasta un hotel muy lujoso. Pide la suite más grande. Le dan la llave. Su marido acaba de entrar. Los albañiles dejan por un momento de dar golpes. Oye cómo la llama desde el salón pero no responde.
El muchacho que salió del casino no es el mismo que ha entrado en la habitación del hotel. Conforme ha ido caminando se ha transformado en un señor de mediana edad, cansado y triste. Lleva un sombrero negro y se da cuenta de que su rostro se corresponde con el del propio Chèjov o con la imagen que ella tiene de cualquier caballero del siglo XIX.
¿Qué necesidad había de cambiar la ventana? “Me gusta mi ventana así”, le había dicho una y mil veces. El caballero extiende el contenido del maletín en la cama, respondiendo a una fantasía de juventud en la que hacía volar con las manos montones de billetes de cien dólares. Pero ya no le apetece hacerlo, piensa que si lo hace se convertirán en ceniza y le dejarán una textura untuosa en los dedos que nunca podrá borrarse. El caballero abre la ventana de la habitación. Es una noche sin luna. Fuera no hay luces.
Su marido irrumpe en la cocina, prácticamente la arrastra hasta el salón para que vea lo maravillosamente bien que ha quedado la ventana nueva. La abre y la cierra con suavidad dos veces.
–¿Has visto, cariño? No se oye nada. Es perfecta.
El caballero se pone de pie en el alféizar. La noche es tan negra que si tirase la pistola al vacío no la vería caer, de modo que se la guarda en el bolsillo de la chaqueta. Cierra los ojos. El viento es fresco y agradable.
–Cariño, ¿qué me dices, a que ha quedado genial? Ya no tendrás que darle doscientos golpetazos para que se cierre.
A ella le da muchísima pena del caballero tiritando en el alféizar. Se le ha volado el sombrero, está despeinado y lívido. Lleva el traje arrugado como si hubiera dormido con él puesto toda la noche. Los ojos se le llenan de lágrimas. Recuerda dos versos más del poema inacabado: “ De tanta sacudida inútil/ tiene el esmalte mordido en los bordes.”
–¿Se puede saber qué te pasa, mujer?
–No tendrías que haber cambiado la ventana.
Él se enfada.
–¡Pero si la otra ventana no cerraba bien y era un desastre!
Ella no quiere hablar, se encoge y, de repente, encuentra el final de su poema, levanta la cabeza y responde con una sonrisa al mismo tiempo enigmática y desafiante:
–Ya lo sé. Pero recuerda, querido mío:
Desde una ventana imperfecta tampoco se puede saltar.