por Sandra Pedraja

PUNTO DE FUGA

Entrevista a una querida artista marbellera.

Charo Olarte: lo importante es vivir.

Charo Olarte, artista nacida en Marbella, ha encontrado en la pintura su refugio, su lenguaje y su forma más sincera de expresión. A lo largo de su trayectoria, su arte ha sido un viaje de autoconocimiento, donde cada composición ha revelado fragmentos de su interior. Desde sus primeros trabajos, donde la espiritualidad y el misticismo han cobrado un papel fundamental, Olarte ha convertido la creación en un acto de profunda introspección. Rosario, Charo para los amigos, es el lugar al que volver, la Ítaca de Ulises para todos los que hemos tenido la suerte de cruzarnos en su camino.

¿Cómo, cuándo y dónde fue tu primer encuentro con el lienzo en blanco? ¿La niña Rosario remaba hacia la orilla de la pintura desde pequeña?

De niña, no pintaba. Hablaba con todo: la playa, la naturaleza, la ventana del coche de mi padre. Inventaba historias creyendo que nadie las escuchaba. Me pasaba el día imaginando e inventando mundos.

Mi hermano, Manuel Olarte, en cambio, pasaba el tiempo experimentando: con la tierra, con las semillas, con lo que encontrara. El garaje de nuestra madre era su taller de pruebas. A través de él, tuve mi primer contacto con la pintura.

En la adolescencia, comencé a escribir poesía. Mi padre me regaló una máquina de escribir portátil, y la llevaba a todas partes: al parque, a la cafetería, a la playa. No sólo escribía, sino que dibujaba con las letras, componiendo poesías con formas geométricas. Aún conservo muchos de esos escritos e, incluso ahora, me parecen interesantes. Tenía mucho que contar y lo hacía escribiendo.

Un día, dejé de hacerlo. La excusa fue que ser escritora era demasiado complicado, como si lo demás no lo fuera. Curiosamente, mi hermano dejó de pintar casi al mismo tiempo. Quemó toda su obra. Lo poco que se salvó fue lo que pudimos rescatar. Manuel nunca más volvió a pintar; en su lugar, empezó con la escultura.

Mi primera exposición fue con mi hermano en Marbella: una serie de piezas de madera con vestidos pintados por mí que contaban la historia de todo lo que yo había vivido cuando los llevaba puestos. Poco a poco, el hecho de pintar se convirtió en algo indispensable; ya no podía estar un día sin coger los pinceles. Se convirtió en mi lenguaje con el mundo y conmigo misma, una especie de meditación que me proporcionaba la calma que necesitaba. Mis manos contaban las historias que yo no sabía explicar.

Podía pintar en cualquier parte. No me importaba si me observaban. Sin embargo, ahora no soporto la presencia de nadie mientras creo. Supongo que es porque lo que cuento hoy me resulta mucho más profundo que entonces y me provoca una especie de pudor.

El arte te ayuda a contar lo que ni siquiera sabes que llevas dentro, pero para ser artista hay que ser osado, porque ni tú mismo imaginas lo que puede liberar tu obra. Aunque pretendas pintar un campo de margaritas, el resultado final siempre es incierto. Hay que ser muy valiente para exponer tu interior a los demás. Pero no importa, te van a juzgar igual.

Marbella, a pesar de la influencia cultural propia de un lugar en el que conviven personas de muchos países, tiene ese trasfondo de Andalucía profunda que te llevó a buscar otras maneras de vivir. ¿Cómo te influyó en la vida y en el arte tu experiencia madrileña?

Marbella me ayudó a ser libre porque es un lugar donde confluyen personas de todo el mundo, cada una con su historia enriquecedora y peculiar. Allí podías ser quien quisieras ser. No me relacionaba en absoluto con el mundo del arte marbellí; mi vida giraba en torno a mis amigos, exploradores vitales de lo más diverso.

Cuando llegué a Madrid, la vida y sus múltiples posibilidades se abrieron ante mí de una forma brutal. Fue como una epifanía: descubrí que no había razón para limitarse a un solo rol, que realmente podías ser quien quisieras. Nada más llegar, me mudé con los hermanos Palau y entré de lleno en el mundo de la pintura. Ellos pintaban sin descanso, día y noche, y su casa entera era una obra de arte en sí misma. En ese ambiente absorbente, rodeada de estímulos, fue cuando comencé a pintar.

Las experiencias que viví en Madrid me enriquecieron de una manera que marcó mi existencia. Fue entonces cuando empecé a plasmar los conflictos en mis lienzos. Pintar era mi forma de procesar la realidad, de darle orden a lo que sucedía a mi alrededor. En aquella época, la vida se vivía siempre al límite, la pintura no era un propósito de vida, sino un refugio.

La temática de tu pintura, suele ser autobiográfica, los protagonistas de tus retratos, personas importantes de tu vida. ¿ Cuánta consciencia hay en esta acción de representación simbólica?

Cuanto más trabajas, más te reconoces en lo que haces, y te relacionas con tu obra de una forma más íntima. Cuentas cosas con más profundidad. De forma natural, la espiritualidad y el misticismo fueron ganando terreno en mi trabajo.

Cuando hice la obra Mi vida en dos metros, utilicé fotos de mi vida hasta ese momento. Monté un collage con las imágenes de mi pasado, incluyendo escritos, y coloqué un tendedero delante con nueve acuarelas que simbolizaban mi embarazo. Disfruté mucho del proceso, que evolucionó de forma natural, con una fluidez pasmosa.

En esa época monté una empresa dedicada al arte que me agotó psicológicamente. La mala experiencia agotó mi pasión vocacional y generó multitud de conflictos económicos. El resultado fue un rechazo absoluto a la pintura durante una larga temporada. Esta etapa me causó tal desasosiego que opté por evitar todo lo que conllevara expresar mi mundo interior pues se había convertido en un verdadero caos.

También hay una llamada a convertir en realidad tus pensamientos, una especie de conjuro plástico que invoca la realización de tus deseos, como en el caso de la obra titulada ‘Nueva York’. Cuéntanos el proceso que te hizo viajar a través de tus pinceles a esta ciudad norteamericana.

Nueva York nació de la necesidad de alejarme emocionalmente del acto de pintar después de la decepción de la empresa. Fue un momento difícil, en el que no podía permitirme volcarme en mi propia historia. Entonces, empecé a trabajar sobre un fotograma de King Kong, y cada pincelada geométrica se convirtió en un mantra que disipaba mi ansiedad. Al final, creé mi propia ciudad dentro del cuadro, un refugio donde pude reconstruirme.

Una vez más la pintura me salvó, consiguió traer la paz que anhelaba. El cuadro se convirtió en mi barrio, añadiendo carteles de exposiciones de amigos. Inventé una ciudad propia en la que fui volcando mi ansiedad con cada pincelada. Tardé un año y medio en terminarlo y me enseñó una de las lecciones más importantes de mi vida: no sirve de nada quedarse atrapado en las preocupaciones. No se puede salir del bucle quedándose dentro. Hay que tomar distancia para poder superarlo.

Después de Nueva York, pude volver a pintar. Dejé de lado los bocetos y las técnicas. Simplemente fluí. Pintar era mi droga, mi medicina, mi sanación. Tras cada sesión en el estudio, necesitaba un par de horas para volver a la realidad; tal era el estado de trance en el que entraba mientras creaba.

Otra de tus piezas más significativas es ‘El laberinto de lo común’ (2016), un diario pictórico compuesto por 365 lienzos diminutos en los que recogiste todo lo que viviste ese año. Fue un proceso necesario para intentar abstraerse de una realidad no deseada, para intentar expulsar el dolor a través de la pintura. ¿Es para ti el arte un lugar de evasión?

Más que evasión, diría que es una herramienta de comprensión. El laberinto de lo común fue una manera de tomar conciencia del tiempo, de evitar que se esfumara sin dejar rastro. Cada cuadro era un testimonio del día anterior, una forma de fijar la memoria. La pintura no me permite escapar, sino enfrentarme a lo que soy. Cuando puse los 365 días encima de la mesa fui realmente consciente del paso del tiempo. En la exposición de esta obra, decidí acompañarla de una casa de muñecas, yo construí los muebles de las diferentes estancias. El conjunto representaba una metáfora sobre el tiempo y el espacio, las dimensiones por las que siempre estamos transitando. Fue un proyecto que disfruté muchísimo.

Otro de los trabajos con los que he disfrutado muchísimo, fue Jardín de Luz (nombre que le dio mi amigo Pepón Nieto). En aquel entonces vivía en Madrid y me invitaron a participar en una feria de arte experimental en Valencia, en la Ciudad de las Artes y las Ciencias. Para ese proyecto construí una chabola: una estructura de aluminio con un telón blanco en el interior, cuadros y una escultura de mi hermano que decía: «En el corazón puedes mover el cielo con tus pies».

Durante la exposición, íbamos al escombrero a recoger basura y la depositábamos en el exterior de la chabola. En Valencia actuó Inma La Bruja. Los gitanos, al ver la chabola, entraron en la feria de arte para descubrir qué era aquello. Fue una experiencia increíble. En 2006 llevamos el proyecto a Marbella, al Cortijo Miraflores. Colectivos de artistas locales se encargaron de montar el cielo y el infierno, y en el patio se instaló la chabola. La basura en Marbella era diferente: muebles de diseño, bolsas de marca… Cada semana actuaba un grupo distinto, lo que atrajo a un público muy variado, incluyendo personas que nunca habían ido a una exposición.

Los instrumentos hechos con basura por Manuel dieron origen a la orquesta La Contenta. La premisa del proyecto era que todo debía provenir de la calle o ser regalado. No se podía comprar nada. Pasamos un mes en el cortijo. Y, al final, comprendimos algo esencial: la miseria es lo único verdaderamente globalizado. Las chabolas son iguales en cualquier parte del mundo.

¿Por qué la pintura?

Siempre me ha fascinado la sinceridad de la pintura. Mis cuadros revelaban mi subconsciente; me conocía a través de ellos. En la vida cotidiana, nos mentimos constantemente, a veces sin motivo, incluso sin darnos cuenta. Interpretamos la realidad a través de nuestro filtro. La pintura, sin embargo, al moverse en dos dimensiones, conseguía engañar a mi subconsciente y reflejar aspectos de mí misma que ni siquiera sabía que existían.

Ahora solo espero poder retomar la pintura. Durante esta última etapa, en la que todo mi mundo ha cambiado de formato, he comprendido algo con claridad: necesitamos expresarnos. Si nos limitamos a la conversación interior, terminamos perdiéndonos. Desde que no puedo pintar, me falta la respiración. Soy nadie en ninguna parte.

La vida, de alguna forma, siempre te empuja hacia lo que es mejor para ti, aunque a veces no lo parezca y ni siquiera lo busques. Esa es su grandeza.