¿CÓMO SE PINTA EL ALMA?

José Manuel Sanjuán

Historiador y crítico de arte

Nos dice la neurociencia de la conducta que la glándula pineal es una estructura situada por encima del mesencéfalo, delante del cerebelo. Segrega una hormona llamada melatonina que, entre otras funciones, puede oscurecer la piel en algunos animales y, en los mamíferos diurnos como los humanos, actúa sobre varias estructuras del cerebro y controla hormonas, procesos fisiológicos y conductas que presentan variaciones estacionales. Pero lo que no dice la neurociencia de la conducta, salvo contadas ocasiones, es que la glándula pineal albergaba el alma, tal y como sostenía René Descartes en su Tratado de las pasiones del alma (1649). Según el autor francés, alma y cuerpo están unidos por las impresiones que detecta esa “pequeña glándula que hay en medio del cerebro”; impresiones que se transmiten a los músculos mediante unos “espíritus animales” que circulan por el torrente sanguíneo, de modo que las pasiones del alma se convierten en acciones del cuerpo y viceversa.

Pero a estas sensaciones que definen la realidad empírica se añaden otras invisibles, que conforman un trasmundo insospechado, necesitado de mayor esfuerzo cognitivo. Un mundo profundo, al decir de Ortega y Gasset, “tan claro como el superficial, solo que exige más de nosotros”. Según esto, y por el tema que nos ocupa, ¿cómo puede el arte captar ese mundo interior? ¿Cómo pueden los artistas –en este caso, los pintores- registrar los vericuetos del alma humana? Hay un camino prioritario, el rostro, que constituye nuestro mayor escaparate emocional y caracterológico; pero hay muchas maneras de aprehenderlo, pues, cómo negar que el ‘misterio’ de la Mona Lisa no reside en su sonrisa; cómo refutar que los retratos –más aún, los autorretratos- de Rembrandt no aportan nuevos ‘valores’ al margen de la decrepitud física; qué decir de la retratística de Goya, implacable notario de la “cara oscura” de sus modelos; o, en fin, la pretensión del simbolismo idealista francés de finales del XIX –Peintres de l’âme y la Rose+Croix- por “interrogar lo invisible y expresar lo inefable”.

Ambigüedades, misterios, valores, oscuridad… seguimos sin tener una respuesta clara a nuestra pregunta; y quizá no la tengamos nunca porque vivimos, según César Antonio Molina, en el tiempo del “eclipse del alma”, una época ‘desalmada’ donde solo importa el cuerpo, pero no como algo sagrado, sino como fin en sí mismo, sujeto a una estricta utilidad. Aun así, me resisto a vagar por luces misteriosas y sombrías bellezas –admirables, sin duda-, transitar por un arte delicuescente al servicio de un concepto quizá trasnochado, el alma (que hoy llamaríamos conciencia o entendimiento), que reclama una técnica basada en la sugerencia, la opacidad y la imprecisión para acceder a sus arcanos más profundos.

 

Pero a estas sensaciones que definen la realidad empírica se añaden otras invisibles, que conforman un trasmundo insospechado, necesitado de mayor esfuerzo cognitivo. Un mundo profundo, al decir de Ortega y Gasset, “tan claro como el superficial, solo que exige más de nosotros”. Según esto, y por el tema que nos ocupa, ¿cómo puede el arte captar ese mundo interior? ¿Cómo pueden los artistas –en este caso, los pintores- registrar los vericuetos del alma humana? Hay un camino prioritario, el rostro, que constituye nuestro mayor escaparate emocional y caracterológico; pero hay muchas maneras de aprehenderlo, pues, cómo negar que el ‘misterio’ de la Mona Lisa no reside en su sonrisa; cómo refutar que los retratos –más aún, los autorretratos- de Rembrandt no aportan nuevos ‘valores’ al margen de la decrepitud física; qué decir de la retratística de Goya, implacable notario de la “cara oscura” de sus modelos; o, en fin, la pretensión del simbolismo idealista francés de finales del XIX –Peintres de l’âme y la Rose+Croix- por “interrogar lo invisible y expresar lo inefable”.

 

Ambigüedades, misterios, valores, oscuridad… seguimos sin tener una respuesta clara a nuestra pregunta; y quizá no la tengamos nunca porque vivimos, según César Antonio Molina, en el tiempo del “eclipse del alma”, una época ‘desalmada’ donde solo importa el cuerpo, pero no como algo sagrado, sino como fin en sí mismo, sujeto a una estricta utilidad. Aun así, me resisto a vagar por luces misteriosas y sombrías bellezas –admirables, sin duda-, transitar por un arte delicuescente al servicio de un concepto quizá trasnochado, el alma (que hoy llamaríamos conciencia o entendimiento), que reclama una técnica basada en la sugerencia, la opacidad y la imprecisión para acceder a sus arcanos más profundos.

Por eso quiero traer aquí a dos autores que según la crítica contemporánea se avienen a esa categoría de ‘pintores del alma’, pero con la particularidad de que sus estilos no acatan la praxis simbolista que enarbola el misterio y la ambigüedad como principios rectores. Las obras de Rita Martorell (Zurich, 1971) y Antonio Montiel (Antequera, Málaga, 1964) responden a una figuración realista, con pleno dominio del oficio pictórico y una evolución sin altibajos en sus exitosas carreras. Consumados retratistas, su galería se compone de personajes públicos y privados, si bien Montiel amplía su repertorio iconográfico en la cartelística y en la Semana Santa, opción que no conocemos en Martorell. De estilos muy diferentes, el antequerano se apoya en un remoto clasicismo de dibujo preciso y paleta cálida y tonal, sin marcados gradientes; mientras que la catalana (nacida en Suiza) confía en la fuerza expresiva del color, resuelto mediante amplias zonas o trazos enérgicos y constructivos.

No podemos profundizar en el estudio de sus respectivas poéticas por cuestión de espacio pero, sobre todo, porque nos distraería de nuestro propósito principal: la dificilísima tarea de hallar el alma en los lienzos de dos cualificados representantes de los llamados ‘pintores del alma’. Porque, ¿qué criterios plásticos debemos aplicar para incluirlos en semejante designación?, o, por decirlo de una vez, ¿cómo encuentran el alma de sus retratados? Quizá sea la serenidad, ese aire de placidez absoluta –vital y compositiva- con que Montiel envuelve a sus efigiados; o quizá sea la lucidez cromática de Martorell, inesperado salvoconducto por donde aflora el yo interior de cada personaje. Quienes han escrito sobre su obra coinciden en la capacidad de ambos para traspasar los rasgos físicos, antesala de la introspección más íntima. Así, el escritor Manuel Vicent, antes de que Rita Martorell inicie su retrato, dice sentir “terror a que pasara al lienzo paisajes inexplorados del alma que yo mismo ignoro que existan”; y la catedrática María Jesús Pérez Ortiz descubre en Antonio Montiel un “constante anhelo de encuentro con la espiritualidad […] con el alma de sus modelos, tratando de reproducir su verdad”. Sea como fuere, mucho me temo que mientras concibamos el alma como un componente inmaterial del organismo (Platón dixit), habremos de seguir deambulando por “cañadas oscuras” y pasajes desconocidos, en compañía de la religión, la mística, la filosofía o el esoterismo. Siempre y cuando, claro está, la neurociencia de la conducta no diga lo contrario.