El Zoológico de Cacahuetes Mudos
José Ojeda
Hoy os narraré una historia muy peculiar: la odisea del estudiante de primero de Arquitectura.
Son las ocho de la mañana. Hoy nada puede salir mal. Comienza la aventura. Voy a ser arquitecto, alguien respetado, alguien importante. Nada podrá matar mi optimismo.
De camino a la primera clase ya noto cierta perturbación. Como si algo extraño aguardara en aquella sala arbitraria a la que me dirigía. Tal vez fue el calor en la nuca subiendo las escaleras del Ejido; quizá el olor a perfume One Million mezclado con los pantalones pitillo de mis compañeros; o las caras eufóricas de los que entraban con brillo en los ojos. Algo pasaba, aunque no entendí qué… hasta que sucedió.
Al fondo del aula sorprendía una silueta. El silencio invadió la sala. Había aparecido el profesor de Proyectos. Pese a su aspecto humano, algo lo elevaba a un rango superior. Su presencia era abrumadora. Ante él y su discurso parecíamos un zoológico de frutos secos: sin criterio ni raciocinio.
Y entonces llegó el momento de la gran revelación: el enunciado. Más que una tarea, parecía un jeroglífico marciano destinado a retorcer nuestras vírgenes mentes. Decía algo así:
“Realizar un proyecto transgresor, desjerarquizado, residencial, mixto, habitacional, no vinculante, membranático, poligonal, mediante un concepto claro y coherente.”
—¿Qué cojones significa esto? —pensé.
Mis compañeros, sin embargo, escondían su incertidumbre con una extraña mueca en la boca, una sonrisa mezcla de confianza y miedo. Como si nadie quisiera ser el bobo que no entendía nada.
—¿Alguna duda? Bien, tenéis tres semanas para entregar los planos, maquetas, croquis, esquemas y, lo más importante, el concepto.
……
Estoy jodido, pensé. Quizá trabajar en McDonald ‘s no era tan mala idea.
Pasaron días de frustración, noches en vela, cafés con Baileys, pitufos bacon-queso y cigarros compartidos con mis nuevos compañeros-zombis. Todo para intentar llegar a ese dichoso palabrerío que justificara nuestro proyecto. Nunca pensé en las personas que lo habitarían ni en referentes históricos que me guiaran. Solo quería ser el más original para ganarme la bendición de aquel semidiós.
Finalmente llegó el grandioso día de la corrección. Esta vez no había un profesor, sino cuatro. Mi sudor era nuevo, desconocido, y mi camiseta lo delataba.
—¿Algún voluntario para empezar o lo elijo yo? —preguntó uno, ajustándose las gafas.
Todos agachamos la cabeza. Hasta los ateos rezaban.
—Antonio, sal tú.
Nono, para los amigos, subió a la tarima. Tragó saliva, se peinó con el último atisbo de saliva de su organismo y habló:
—Mi edificio… digo, el concepto… parece loco, ¡pero está fundamentado! Mi edificio es como un limón. Sí, un limón porque se exprime a tope, es súper cítrico, el fluir de los líquidos… al fin y al cabo es como mi propuesta, ¿no? Maleable, cambiante, como esta vida tan compleja y con…
—¡Enhorabuena, Antonio! —gritó un profesor levantándose.
La clase explotó en aplausos. Gritos desde otras clases coreaban su logro. ¡Hurray, Antonio, hurray! Parecía ser yo el único que pensaba: ¿qué demonios tiene que ver un limón con un proyecto transgresor mixto-habitacional poligonal…?
La ovación cedió cuando otro profesor alzó una pregunta inquietante:
—¿Y por qué un limón y no una naranja, Antonio?
Lo que aconteció entonces fue una batalla digna de un anime. Los semidioses comenzaron un debate intelectual con jerga encriptada, todo por demostrar al resto cuán brillante era su alumno y su concepto (en definitiva, el concepto del profesor). Una lucha de egos donde, milagrosamente, no se derramó sangre.
Finalmente, sonó el timbre.
Dos años después, lo que aquí relato no hace justicia a algunos brillantes profesores que nos han iluminado con la luz de la realidad. Lo que aprendí fue que la arquitectura, si bien es un arte, es una disciplina esencialmente humana. Proyectamos para mejorar la vida de las personas.
Jorge Minguet me enseñó que lo importante no es ser el más original, sino dar la mejor respuesta posible al edificio que se nos plantea. Que organizar en equipo siempre rinde más que brillar en solitario. Y que lo bello no surge de las obsesiones personales de nuestro ego, sino de atender con sensibilidad a las necesidades humanas.
En definitiva, comprendí lo que mi padre me repite desde siempre:
“Lo importante es la obra, hijo, no el artista.”
Y, al fin, sentí alivio.
